jueves, 17 de junio de 2010

NATURALEZA AQUÍ

Por Jorge Diosdado Taramona Muslera
Bip… bip… (Silencios agudos). Bip… bip... Y tanta gente alrededor, ya imposible de contarla. Cada cual en su mundo…
Frente a mí, el gran aparato mecánico colorido y brillante. Su piloto una mujer, eficiente y enchaquetada del oficio. No aguarda un segundo para tomar otro producto más en sus manos y repetir el contante “bip… bip…” que resuena único y a la vez en coro, junto a tantos otros que en simultaneo intervienen y se suman a las coplas monótonas del local. Yo, parado frente a ella miro su ejercicio, su destreza, su armonía. Desde aquí abajo y con curiosidad puedo entremeter mis ojos (de vez en cuando) en sus miradas por más pequeño que sea el tiempo que ella me dedica; simpática. Y es aquí, ahora puedo recordar. A pesar de todo este ambiente totalmente sintético, manufacturado y preparado por el hombre. Aquí logro recordar.
Borrosos flashbacks interceptan mi mente, mas sigo perdido en el movimiento de las manos de ella, que uno tras otro hace sonar a la maquina tiketeadora con los paquetes. Me pierdo. No sé si esto fue un segundo o una eternidad, pero aquí estoy: Sintiendo la brisa matinal desde el claro del jardín que apunta justo a la calle Tomas Guido. El arenero se ve humectado por el rocío y se pueden advertir las gotitas sobre los pastos, que alegres y desprolijos, costean mi palco de diversiones. Así también los tubos de las hamacas se muestran barnizados por esa capa suave y fría que me encanta abrazar. Enseguida y sin prudencia mojo mis manos deslizándome sobre ellos. Tomándolos. Y ese rocío, que durante toda la noche procuro con pinceladas minuciosas formar una espesa capa sobre todo el lugar, ahora despierta mis manos con su frescura. Me adelanto y puedo sentir como es pesado caminar aquí, la arena también se humedeció, hermosa. Dos pasos más y sin mirar, ya me siento sobre una hamaca y comienza el balanceo. Respirar (profundo). Y no hace falta abrir los ojos aun, porque el aire colma tan dentro que pinta perfectamente cada recorte del paisaje que me rodea: los pinos que cuidan mis espaldas altos y sabios, la casa a mi derecha y cada una de las rebuscadas hojas de la enredadera que devoran la pared exterior de la cocina, los jazmines (su perfume) que con su terciopelo blanco me endulzan esta profunda inhalación, el quincho a lo lejos un poco antes de llegar a la entrada de la quinta que a su vez tapa (como escondiendo) al palo borracho, que asimismo puedo ver porque siento todo transparente. Abro mis ojos, y el verde radiante inunda todo, profunda sudestada de la que no puedo reparar y de la que nacen, con más forma y en ese mismo lugar que fueron respiradas, todas aquellas notas naturales que acabo de contemplar sin ver. Ahora tengo velocidad, y desde lo alto en este vaivén, puedo sentir no solo la brisa que me saluda junto al cálido sol sino también como todo este mundo esmeraldino se agranda y se achica… se aleja y se acerca. De pronto, volar. Y el aterrizaje es perfecto. Hago raíces en la arena. No es preocupante que se quede adherida a mí, porque sé que Febo la secara y se desprenderá por sí sola. Mejor aún, me revuelco, disfrutando cada roce…
Las manos de mamá disuelven la hipnosis bipiana. Tengo que volver aquí, al fin y al cabo son solo recuerdos. Ubicarme, estoy en un supermercado ¿Qué me estará pasando? Nostalgia, eso diría mamá. Hoy nos vamos a Uruguay, y todo esto que durante mis primeros seis años he vivido presiento, ahora si serán Recuerdos. Muy lindos, me los llevo muy aquí dentro. No olvidare jamás la curiosa forma en la que se amontonaban apretadas las pajas del quincho, haciendo de él un gran hongo marrón. Los hormigueros contra el tejido y tantas rochas en mis tobillos por en su momento no recordar el preciso lugar donde estaban aquellas montañas de tierra repletas de movedizas pecas coloradas. La garganta grabe de las palomas que descansaban sobre los pinos, que parecían búhos pero no lo eran. La ventana del primer piso que mira al este, con toda su rustica presentación, en la que me quedaba horas perdidas contemplando al sol jugar con el polvillo; parecían un sinfín de estrellas proyectadas frente a mí, completamente tangibles y volátiles. Todo aquello. Hoy nos vamos. Hoy llegamos. Hoy, ya hacen tres meses que estoy acá…
Si bien en el camino pude percibir como el Rio de la Plata era más grande de lo que yo pensaba, ahora vengo a enterarme que existía mucha más arena fuera de toda la que era Mi Arenero. Era bastante, convengamos que eso iba a ser, antes de estar repleto de oro molido, una pileta. No era un desierto como en las películas, pero si un gran palco. Ahora bien, la Costa de Oro deslumbro mis expectativas del cambio. Uruguay ya entraba en mis venas desde mamá, pero ahora puedo sentirlo con su aire, su sol y su inmenso mar. Yo debía recuperarme según el doctor. Hacía unos meses que en la quinta de Pilar, un error de equilibrio me llevo a fracturarme la pierna, y el consejo (la receta) seguía siendo arena. Y aquí estoy, las lluvias serán más fuertes esta vez, mis padres tuvieron la esplendida idea de acampar en el frente del terreno, mientras se construye la casa. Una gran lona verde sostenida por una cuerda de pino a pino, arma a dos aguas una monumental carpa. A mama le gusta esto, ella es del campo. A papa creo que no tanto, el lo llama “el impuesto a la tranquilidad…”. Pasan los días en este nuevo ambiente y todo esto es atrapante, las nuevas plantas, los pinos, las liebres que corren de punta a punta al caer el sol, las víboras de las que tanto cuidado me piden que tenga. Dicen que por la tarde salen y que es peligroso, mas intuyo que no es solo por eso que no se me permite alejarme mucho. Repito acá todo es arena, y pinos. Por algo el balneario se llama: El Pinar. Pronto conoceré amigos…
Mis pies sienten el ardor tajante de haber caminado descalzo sobre los médanos a pleno medio día. Pero no importa, un fuerte zigzag deja que me hunda y sienta como debajo es más fresca la arena, húmeda. Desde aquí contemplo. Es un éxtasis el infinito del horizonte que taja entre el cielo y el mar. La amplitud visual curva la gran franja de médanos hacia el mar, cuanto más hacia mis costados (desenfocando) pretendo ver. Sopla el viento y las olas llegan a mis labios. La ruta a mis espaldas, por corto que sea el camino, poco se escucha. El sol insiste en pintarme color cobre. Las acacias sobre los desniveles de estas montañas de arena juguetean con sus hojas flameándolas, avisando a la vez, que tan fuerte están las rompientes. Miro hacia abajo y este oro hecho azúcar impalpable comienza a endurecerse hasta llegar al mar. Voy a bajar. Y no será lo mismo que desde las ramas. Aquí no hay mucho para trepar, después de las dunas solo quedan los pinos que se dejan escalar amables, donando sus frutos (las piñas). Pero este será un descenso distinto. La carrera tendrá como meta romper como una ola más dentro del inmenso mar. Desbocado me abalanzo, voy sintiendo como se afirma cada vez más la pista y los últimos talonazos rebotan haciendo estallar la orilla, naciendo así mucha espuma con gotas que sobrepasan mi altura y comienzan a empaparme. Estoy adentro, todo él y todo yo. Abarcándome, me hace flotar, me empuja y sazona mi piel con su sal. Intento domarlo pero él me doma. Ahora recuerdo este abrazo, frio y salado, distinto sí; en otras costas, en mi Argentina. Pero este ardor en los ojos es más fuerte, ahora si puedo registrarme y curarme en ella. Aprender de ella. A partir de ahora el mar será más que un destino, será un amigo, que visitare a menudo ya que, después de cruzar la ruta, simplemente cuatro cuadras me alejan de él. Se percibe lo infinito estando abajo, y mucho mas el temor de no saber cuántos mas habitan aquí dentro. Temor que varias veces me llevo a la orilla, pero que no duro tanto como para no volverme a meter…
Cuatro años, y el tiempo sin parar hace de este balneario mi comarca preferida. Entonces ese aire extraño vuelve a pasar. Recogiendo la pinocha para hacer fuego pienso en mañana. El Pinar se muestra cambiando, antes éramos pocos (2, 3 vecinos…), ahora cada vez hay más gente extraña. Ahora ya casi no se entiende el ladrar de los perros. Se escucha mucho ruido a motocierras y quebraduras en caída. La arena del lugar, que está en todos lados pues no hay asfaltos ni veredas, se ve más sucia. He aprendido mucho aquí, desde como las gaviotas anticipan los cardúmenes en las costas o bien juguetean en primavera con los pichones de los Teros, hasta como la sabia de los pinos no solo es un rabioso pegamento sino un adecuado combustible para el fuego dominical. El aire me habla de un volver, de devuelta el cambio. Irreversible. Nos volvemos a Buenos Aires…
Una sodería abandonada, en pleno centro Pilarense será nuestra primer posta. Aparentemente existe un gran proyecto de por medio. Pero lo único que puedo entender desde mí, es que el mar ahora es una piscina, y que está justo al lado de este inmenso galpón refrescando a cuantos socios puede. El verano que aparentemente es permanente no se va mas y los parlantes desaforados logran que las tardes sean un gran retumbar aquí dentro, haciendo vibras hasta los rincones más perdidos de este inmenso tinglado, allí donde los sifones aun conservan algo de gas. Pero esa fue nuestra primera posta, ahora (si bien han pasado algunos meses en esta ciudad sin arena) el verde vuelve aparecer. La calle Los Lirios nos recibe esplendida. Llena de pozos y conformada de una extraña fusión entre tosca y barros, exquisitamente adornada de escombros. Aquí los arboles son distintos, ya no son como aquellos pinos flacos y altos. Todo lo contrario, aquí son robustos y más altos. Sus pieles son más finas; la corteza de los pinos servía hasta de plato, aquí quizás sirvan éstas casi de servilleta. Qué decir del pasto, lo extrañaba. La tierra debajo de él siempre está algo húmeda y eso es muy emocionante. El nuevo panorama habla de caminos de asfaltos viejos, un barrio a las afueras de Pilar, un arrollo al fondo, cercos y alambrados, casa y mas casas. El transporte ya no será la bicicleta sino mas bien los ómnibus ¡Perdón! Colectivos, es que así los llaman en Uruguay…. Aquí se puede entender como el invierno existe efectivamente después de que el otoño desnuda el prado. El frio ya no trae noticias del mar. Ahora habla de lo lejano, de cómo las hierbas del fondo quizás se están secando y que tan llenos están los charcos desbordados por las lluvias. La lluvia: curiosa amiga que vengo a descubrir en mis mudados casi trece años. Gracias a ella se forma el barro y esa excitante sensación de estar embadurnado. En las manos esa frescura distinta y texturada, en los pies su atrevido hurgar entre los dedos. Pronto estaremos en otra casa, pero Pilar se mostrara idéntico.
Casi finalmente: La ciudad de la Flor. Y sigue pasando el tiempo. No solo para mí sino también para la cantidad de arrugas en las frentes de mis viejos, que como en los roletes cortados de los pinos, marcan que tantos años van pasando. Ahora estoy cerca del río. Ahora me encanta ir a pescar. Estas quietas aguas digamos que traen ese toque mágico que no se puede explicar con pocas palabras ni con muchas. El ver llorar las hojas de los arboles en las veras. Esa paz. La quietud que invade al iris sin pedir permiso. Los rastros de movimiento en el agua que son denunciados por las aureolas que se agrandan y se agrandan fusionándose y volviéndose a aquietar. Quemar luz haciendo fuego aquí, baña de dorados platinados a las aguas por las noches. Y las estrellas toman un papel importante al unificar el cielo con la tierra. El oscuro manchón que delinea a los arboles, se muestra más oscuro aun, diferenciándose. Son todos destellos de claridad, zumbidos y chillidos. Los reptiles se hacen escuchar, los insectos decoran todo el contexto con un moderato constante. Nace el sonido. Aquí puedo logro encontrar una naturaleza dentro de mi naturaleza. El gemir de la guitarra se apodera de mi atención acordando mis cuerdas vocales; imposible hacer silencio a partir de ahora. Los marfiles, puntuales en sus notas, ya me habían enseñado (tiempo atrás) a tener en mis manos la música. Pero el eco en la capilla, hoy deja que me escuche distinto. Ahora el vibrar intermitente me compone a componer. Así descubrí la como después del ocaso, aparece la noche, pesada y azul, esta vez sin los aplausos arrulladores del ponto. Cantando. El son del río me muestra su folclore y las musas ancestrales me revelan otras cualidades. El Perú se amalgama al Brasil, bajando así en sudores exprimidos (como a limones frescos) una espesa arcilla que llega hasta las costas de Montevideo (el borocotó), y desde allí, hirviendo en una gran caldera, se inclina a Buenos Aires abrazándome por completo todo el corazón. Y yo, bebiendo esta gran mezcla pura. Diecisiete años. Y el amor, natural por naturaleza, aparece. Y ver que es naturaleza frente a mi ella, demuestra que es naturaleza lo que doy y recibo. Lo que seguirá siendo. El contacto, la química. La fusión de tantos recuerdos avocados aquí y canalizados en un solo sentido. Ver, me deja abrir, como parte de una experiencia más que anhelo vivir constante. El entrar en un mundo distinto. Distintos tantos cambios que siguen mutándome ahora… Y en este preciso lugar se desprende, como una pinocha cayendo desde la rama más alta, feliz de querer impactar en la arena:
Tan Natural

Voy por ir, pasa otro día de sol en tu pieza
Te busque, y solo revolví mi cabeza
Tu cruz, ¡viene a clavarse en mi corazón!
Espero que el armario guarde, nuestro calor

Desperté, y sin mirar el cielo…no veía
Del volar: tanto de vos… tanto brilla
Y tu cruz, ¡una vez más en mi corazón!
Espero, el armario guarde tu color…

Saber, que tu mirada dice
… no me mientas
Saber, que tu mirada…pide!

Mirar como si no pueda ver
Por debajo de la piel natural
Mirar… como si no puedo ver
Por debajo de tu piel… Tan natural

De repente…
Todo es magia alrededor
Y nada existe…


Una canción, muchas. Todo se amplifica. Cada vivencia adquirida, cada beso del sol, cada palpar de la arena, cada brisa, cada lluvia sobre mi pelo, cada frio de Agosto. El verano cargado en mochilas, se deja descubrir esta vez con mayor particularidad, afianzando raíces y mostrándome cielos abiertos, repletos de momentos, colores y aromas. Todo el mar, la tierra, el aire, el fuego; se fusionan aquí, y me permiten nacer de nuevo. Constantemente…
Hoy contemplar, desde lo alto de los cementos oxidados que rodean a este pueblo, a las pocas copas verdes (algo amarillentas por el otoño) que resaltan gritando “presente”, a la atrevida particularidad con las que se apilan casas y carteles, al rugir de los motores que hace callar al viento y tapa a los pajaritos. Vuelve a calar todo esto con ese dejo de nostalgia, del balancear pintado de esmeralda, del eterno mar y su horizonte. Con ella, la naturaleza. Así gravita un sinfín de sensaciones que día a día se van enriqueciendo sin preocuparme por ello, tan solo viviendo. Mas cuando la extraño, me vuelvo a conocerla, a encontrar esa sorpresa que seguro tendrá, siempre dispuesta y nueva. Esta aquí, en todos lados. Yo, simplemente un acaparador de un trocito de tanto. Es imposible obviarla. Así: la busco. Sentado aquí (entre tanta gente, toda alrededor, ya imposible de contarla) vuelvo a mirar en las vías del tren, a aquella indiferente manera en la que la tierra y las piedras (camufladas por la mugre) se muestran presentes y disimulan; a como a la luz del sol atraviesa con su soberbia los acrílicos de las ventanas y se vislumbra en sombras y teñidos de oros en ámbar, por sobre todos los que estamos en el vagón. Y así vuelvo a ver ese polvillo que se muestra eterno. Y así las galaxias sin fin se cuelan por las rendijas de los ventiluz absorbidas por el movimiento del tren que impulsa a algunas hacia fuera, y a otras hacia dentro. Frente a mí el gran espectáculo, pequeño y gigante, tan natural.

JDTM