miércoles, 2 de mayo de 2012

La naturaleza como musa inspiradora

Vivencias aisladas de mi pasado quedaron grabadas en mi memoria. Tardes calurosas de verano que nos conducían a los charcos de barro, en los que el sol no llegaba por culpa de la copa de los árboles.
El barro refrescaba nuestros pequeños cuerpos y por un rato era nuestro hábitat, éramos ranitas creando en nuestras cabezas peinados extravagantes.

Nuestra imaginación era ilimitada, nosotras éramos ilimitadas. Arboledas que no solo nos vieron convertirnos en anfibios, sino que también crear nuestras propias casitas al estilo castor. Casitas en las que un tronco acostado era una silla, un tronco parado una mesa y la cama era un colchón de hojas de eucaliptus, que además, refrescaban nuestro paladar. Charlas entre niñas jugando a ser adultas, quedaron grabadas en la corteza de los arboles, que mantienen vivo el recuerdo de nuestro abuelo.

Toleramos amaneceres fríos con tal de sentir, por un rato, lo que era ser un hombre de campo. Galopes en silencio hasta donde estaban los novillos para luego guiarlos por los caminos del hombre dejando detrás de nosotros la tierra suspendida en el aire.
Hasta los pequeños manchaditos, con hocico redondo y cola retorcida, fueron testigos de nuestras aventuras. Con ellos como espectadores, llenamos de colores y dibujos esas maderas aburridas y olvidadas detras de los silos.
Y cómo olvidar ese pino gigante cuyo interior era una perfecta y pelada escalera que nos permitía trepar hasta lo más alto, traspasar la frasada de ramitas peludas y deslizarnos por el tobogan verde musgo hasta alcanzar el suelo, si es que antes no caíamos de espalda en el interior del pino, al quebrarse una ramita de la frazada.

La esquina sin pasto donde se secaba el recuerdo de aquellos con los que compartimos nuestros primeros galopes, las primeras caidas seguidas de lagrimas y de expresiones tales como "¡Nunca más me vuelvo a subir a un caballo!", expresiones que eran olvidadas cuando el susto pasaba, las disparadas que no terminaban hasta que "el jinete" tocara el suelo o hasta que el animal agitado tocara el palenque, era una visita interesante.

Ratos apoyada en los alambrados frios o en las tranqueras, observánolos e imaginando posibles dialogos detras de sus relinchos y miradas complices; ratos en los que buscaba perderme del ruido humano sumergiéme en las aguas ocres de las sierras, viendo penetrar en sus profundidades algunos rayos del sol. Aguas puras que ablandan el alma y el cuerpo. Aguas que reciben, sin invadir, con un suave roce y que hacen sentir al hombre como parte de su caudal.


Angeles Loza Elowson