sábado, 28 de marzo de 2009

Julio Villavicencio aportó este informe a modo de aporta a la carta escrita en el año 2070 y al posterior análisis de la ecóloga Alicia Bugallo.

Alarmante informe sobre el agua en el mundo
Dada la fuerte demanda actual de agua en constante aumento, el informe “El agua en un mundo en cambio” presenta la evaluación global más completa de los recursos de agua dulce del planeta realizada hasta ahora.  

“Por la creciente escasez de agua, un gobierno adecuado es imprescindible para su gestión. La lucha contra la pobreza depende también de nuestra capacidad para invertir en los recursos hídricos”, ha declarado el Director General de la UNESCO, Koichiro Matsuura, que presentará de manera oficial el informe en Estambul (Turquía), durante la celebración del V Foro Mundial del Agua.

El informe, que se publica cada tres años, afirma que algunos países “están llegando al límite de la explotación de sus recursos hídricos”. A esto se añaden los efectos del cambio climático que agravarán la situación. Por ello, los expertos consideran que la cuestión del agua podría llegar a politizarse debido a “las rivalidades emergentes entre diferentes países, diferentes sectores de actividad, y entre zonas rurales y urbanas”.

En España, el informe alerta que la mayor preocupación es el uso del agua para la irrigación de los campos agrícolas para posteriormente exportar frutas y aceite. Este uso se verá cada vez más cuestionado por el cambio climático, que limitará la disponibilidad de agua. Ante este panorama, España sólo reutiliza el 1,1% de las aguas procedentes del drenaje del agua en la agricultura y destina parte a la desalinización para su uso.

A pesar del incremento de las sequías en España desde 1960, el informe explica que el país está logrando gestionar sus recursos a través de la adaptación. Sin embargo, la UNESCO denuncia que miles de propiedades españolas, sobre todo en Andalucía, “se han creado ilegalmente junto al mar generando una contaminación incontrolada de los recursos hídricos, la degradación de los ecosistemas, una escasa protección ante las inundaciones, la expansión urbana que aumenta las tensiones hídricas, y la sobreexplotación y agotamiento del agua subterránea”.


Mi relación con la naturaleza, ha sido como leímos en el artículo que nos entrego el P. Seibold, una relación con algo extraño a mí, algo de lo que esta afuera y yo voy pasando por diferentes niveles de relación con la cosa. No voy a negar que el elemento en cuestión (la naturaleza), me ha llamado la atención, es más, me ha fascinado desde que era un pequeño. No siempre de la misma forma.

            Cuando era niño, mi relación con la naturaleza era a través de mi padre. Él era quien me llevaba a la montaña, a subir cerros, a pescar en lagunas, a cazar. Pero claro, al ir con mi padre, el cual es un hombre sumamente responsable, le ponía a toda mi relación con la naturaleza esa tónica de peligro. Todo era peligroso para él. No podía hacer nada sin estar al lado de él. Acercarme a un animal, trepar a los árboles, querer correr por la ladera de una montaña. Todo estaba prohibido, si no era con él. Eso fue generando en mí, una imagen de una naturaleza fascinante, pero al mismo tiempo llena de peligros. Cómo un mar de monstruos misteriosos, pero que de alguna manera, me invitaba a navegar.

            Al crecer, e ir entrando en mi adolescencia, comencé a ir a clubes de andinismo, que hacían salidas a la montaña y a la naturaleza. Ya no de la mano de mi padre, sino con un grupo de gente que amaba a la montaña, comencé a descubrir una naturaleza para disfrutar. Para mí comenzó a mostrarse un mundo lleno de aventura. Conocer sobre los cerros, la manera de escalarlos, de sobrevivir en ellos. La fotografía y la vivencia con otras personas en lugares increíbles. Creo que comencé a descubrir el cielo, cuando comencé a escalar. Ese azul que se puede ver después de los 3.000 metros de altura, es el azul de un cielo que no esta desteñido por las ciudades.

            Pero claro, yo no podía entender porque mi padre era tan receloso con la naturaleza, no lo entendía. Hasta ese fatídico día de 1997. Yo hacia años que estaba en esto del andinismo, cada vez me gustaba más. Y se había programado la escalada a un cerro llamado Santa Helena, un cerro de 5.200 metros. Para quien ha podido visitar la montaña, sabe que un cerro de 5 mil metros, ya es un gran desafío y también un peligro considerable. (Tengamos en cuenta que el Aconcagua tiene 6900 metros). Yo luche con mis padres para poder ir a esa escalada. Para poder conseguir el permiso que finalmente conseguí.

            Sin querer extenderme demasiado, comentó brevemente lo sucedido. La cumbre la hicimos en tres días (era lo programado), pero al bajar, una tormenta de nieve nos agarró desprevenidos. Nos cubrió un mundo blanco que todo lo iba congelando. Un espectáculo realmente estremecedor. Las mochilas, las botas, todo se iba volviendo blanco, frío, mientras nos llenábamos de miedo. Estuvimos perdidos un día y medio en la montaña. Logramos bajar por nuestros propios medios, sin embargo ya éramos noticia. La patrulla de rescate había salido a buscarnos y la televisión anunciaba que la tormenta de nieve, tenía extraviado a ciertos andinistas en esta montaña. Para qué contar el estado de mi padre. No es el caso del trabajo, pero de todas maneras serían necesarias varias hojas, para volcar el enojo y los infinitos sermones que recibí.

Finalmente todo pasó. Yo tuve mi propia experiencia de peligro con la naturaleza y comprendí muchas maneras que tenía mi padre.

            Mi relación con naturaleza es actualmente de respeto. He vuelto a escalar cerros y ha vibrar en sus cumbres. Siendo ya jesuita con compañeros míos,  y he aprendido a contemplar cosas que antes no hacía. Tal vez uno va creciendo y va tomando más conciencia de la vida, de uno y la que lo rodea. Ya la naturaleza pasó a ser un lugar casi sagrado. Como una gran catedral donde todo me habla de Él.

A veces cuando estoy leyendo en mi habitación, y unos pequeños rayos de sol entran por mi ventana, es como si ella, la naturaleza, me viniera a buscar, para que no la olvide, para que no me pierda. Para que finalmente no me olvide de la presencia de Dios.

 Julio Villaviceincio.


Carta escrita en el año 2070
Estábamos en el año 2070, acabo de cumplir los cincuenta pero mi apariencia es de alguien de ochenta y cinco. Tengo serios problemas renales porque bebo muy poca agua. Creo que me resta muy poco tiempo. Hoy soy una de la personas más viejas de esta sociedad. 
Recuerdo cuando tenía 50 todo era muy diferente. Había muchos árboles en los parques, las casas tenían bonitos jardines y yo podía disfrutar de un baño quedándome debajo de la ducha por una hora. Ahora usamos toallas humedecidas en aceite mineral para limpiar la piel.
Antes todas las mujeres mostraban sus bonitas cabelleras, ahora debemos raparnos la cabeza para mantenerla limpia sin agua.
Antes mi padre lavaba el coche con agua que salía de una manguera, hoy los niños no creen que el agua se utilizaba de esa manera.
Recuerdo que había muchos anuncios  que decían "cuida el agua", solo que nadie les hacía caso; pensaban que el agua jamás se podía terminar.
Ahora todos los ríos,  represas, lagunas y mantos aquíferos están irreversiblemente contaminados o agotados.
Inmensos desiertos constituyen el paisaje que nos rodea por todos lados.
Las infecciones gastrointestinales, enfermedades de la piel y de las vías urinarias son las principales causas de muerte.
La industria está paralizada y el desempleo es dramático. Las fábricas desanilizadoras son la principal fuente de empleo y te pagan con agua potable en lugar de salario. Los asaltos por un bidón de agua son comunes en las calles desiertas. La comida es un ochenta por ciento sintética. 
Antes la cantidad de agua indicada como ideal para beber eran ocho vasos por día para una persona adulta. Hoy solo puedo beber medio vaso. La ropa es descartable, lo que aumenta la cantidad de basura. Tuvimos que volver a los pozos ciegos (cámara séptica) como el el siglo pasado porque las redes cloacales no se pueden usar por la falta de agua.
La apariencia de la población es horrorosa, cuerpos desfallecidos, arrugados por la deshidratación, llenos de llagas en la piel porque los rayos ultra violetas no tienen la capa de ozono que los filtraba en la atmósfera. Por la sequedad, la piel de una joven de veinte años está como si tuviera cuarenta. 
Los científicos investigan para no hay solución posible. No se puede fabricar agua, el oxígeno también está degradado por la falta de árboles lo que disminuyó el coeficiente intelectual de las nuevas generaciones.
Se alteró la morfología de los espermatozoides de muchos individuos. Como consecuencia hay muchos chicos con insuficiencias, mutaciones y deformaciones.
El gobierno hasta nos cobra por el aire que respiramos, 137m cúbicos por día por habitante y adulto. La gente que no puede pagar es retirada de las "zonas ventiladas", que están dotadas de gigantescos pulmones mecánicos que funcionan con energía solar. No son de buena calidad, pero se puede respirar. 
La edad media es de treinta y cinco años. En algunos países quedaron manchas de vegetación con su respectivo río, que es fuertemente custodiado por el ejécito. El agua se volvió un tesoro muy codiciado, más que el oro o los diamantes.  Aquí en cambio no hay árboles porque casi nunca llueve y cuando llega a registrarse alguna precipitación es de lluvia ácida.
Las estaciones del año están severamente transformadas por las pruebas atómicas y de las industrias contaminadas del siglo XX. 
Se advertía que había que cuidar el agua pero nadie hizo caso.
Cuando mi hija me pide que le hable de cuando era joven, describo lo bonito que eran los bosques,  le hablo de la lluvia, de las flores, de lo agradable que era darse un baño y poder pescar en los ríos, de las represas;  le cuento que bebía toda el agua que quería y de lo saludable que era toda la gente. Ella me pregunta: -"Papá, ¿por qué se acabó el agua?"-. Entonces siento un nudo en la garganta. No puedo dejar de sentirme culpable, porque pertenezco a la generación que terminó destruyendo el medio ambiente o simplemente que no tomó en cuenta los avisos.
Ahora nuestros hijos pagan un precio muy alto. Sinceramente creo que la vida en la tierra ya no será posible dentro de muy poco porque la destrucción del medio ambiente llegó a un punto irreversible. Cómo me gustaría volver atrás y y hacer que toda la humanidad hubiera comprendido ésto cuando podíamos hacer algo para salvar a nuestro planeta.

Carta publicada en la revista Crónica de los tiempos en abril de 2002.

En respuesta a esta carta la  ecóloga Alicia Bugallo comparte algunos juicios criticos sobre esta publicación. 
Este escenario parece ser el futuro inexorable del planeta por el aumento del calor solar, pero a millones de años, si vamos sorteando los riesgos de choque de asteroide, etc.
Respecto del escenario más cercano, no se dan pistas de los fundamentos de estos pronósticos tan precisos, ni siquiera aparece el nombre de los autores.
Con tanta falta de datos es difícil adherir sin más al panorama. Tal vez sea cierto al mediano plazo si no operan cambios.
La exposición adolece de varios 'errores', en relación a 'lluvias ácidas, pruebas atómicas y contaminación industrial del s. XX.
No hay referencias a las causas cotidianas del gasto del agua dulce; principal fuente de uso: la agricultura, luego la industria, luego el uso diario (los alumnos podrían investigar y verificar cuales son los porcentajes asociados a cada uso, a nivel global, o local, puede ser un buen ejercicio).
No es sólo el calentamiento global la amenaza, sino el uso en cultivos para alimentar a tantos seres humanos, tantos, tantos....
 

 

viernes, 27 de marzo de 2009

Amor y tarea pendiente


Cuando nombro la palabra naturaleza lo primero que me viene a la mente es árboles, plantas, flores, el verde, que siempre han estado presentes en mi vida, y que mi familia ha intentado siempre inculcarme amor por ello,  pero que aún, por lo menos así lo siento, me falta descubrir algo más.

Desde niña, por más que ya he dicho que  siempre ha estado presente, puedo decir que me ha costado relacionarme con ella, es más casi no tengo recuerdo de relacionarme con la naturaleza, en su totalidad. Pero si puedo asegurar que tengo una relación especial, recuerdos, hermosos recuerdos con una parte de ella.

He tenido desde siempre una predilección por contemplar, querer penetrar y preguntarme por el cielo.

Cuando era niña, tenía unos 6 o 7 años, vivía en un pueblito en donde se dormía con las puertas abiertas sin miedo a que te roben, o que te pase algo, en las largas y cálidas noche de verano, mi papá, fatigado por el calor, sacaba su catre y se iba a dormir afuera, y yo le pedía que me dejara dormir ahí  con el, pero su respuesta era negativa porque a la madrugada comenzaba a tener miedo y no lo dejaba dormir, entonces yo me quedaba sentada a su lado y contemplaba el cielo, contaba las estrellas, ya que mi mamá me decía que eran sin cuenta y yo no entendía, siempre contaba un poco más…estiraba la mano, agarraba alguna estrella  y me la guardaba.

Al otro año, tanto insistí que mi papá me dejó dormir afuera con él, recuerdo que pasaba horas para que me durmiera, me quedaba mirando, contemplando y preguntándome ¿Dónde termina el cielo?

Al pasar los años, seguí haciendo lo mismo, lo miraba, lo  contemplaba,  pero advertía que cuando hablaban de los árboles, plantas, flores noté que no eran de mi agrado.

Ya adolescente en verano, invierno, en toda estación levantaba la vista y observara este espectáculo, para mí “un gran misterio”; con un grupo de amigos, solíamos ir a una comuna, que es un pueblito muy pequeño que estaba a unos 20km, llevábamos el mate y ahí pasábamos horas en medio, justamente de los árboles, ese lugar parecía un bosque, nos recostábamos sobre el pasto y: primero buscábamos o tratábamos de descubrir las formas que tenían las nubes y luego ya de noche, solo contemplábamos el brillar de las estrellas, cada uno tenia una estrella preferida, le poníamos nombres y luego en silencio solo mirábamos.

Con el grupo de la parroquia solíamos ir de campamento a un lugar hermoso, cierras, ríos, llamado Alpa Corral, era un sueño, también íbamos de misión a distintos pueblos del decanato, hacíamos retiros, pero en las noches, cuando nos daban algún momento libre, siempre hacíamos lo mismo, me retiraba sola o con amigos y contemplaba el hermoso cielo, a veces muy oscuro, otras  de un color azul hermoso, rojizo, un cielo que parecía enojado con  nubes grises, lo miraba encantada y me preguntaba ¿Cuántas personas como yo te contemplaran?.

Los años pasaron y hasta que entré en la congregación no había notado tanto desinterés, desencanto por la otra parte de la naturaleza. En el primer lugar en donde me toco estar, era hermoso, muchos árboles, verde por todas parte, todo era armonía, en medio de la ciudad, pero sufría cuando, aspirante, me mandaban a regar las plantas, podar…estar en contacto con la tierra, decían: “hace bien, hace muy bien”, y veía el gusto, la alegría que tenían mis hermanas al trabajar en el jardín, limpiaban hoja por hoja de las plantas para que crecieran hermosas, pero también me daba cuenta del disgusto que me causaba a mi, es ahí cuando volví a preguntarme ¿que era lo que me pasaba con esta otra parte de la naturaleza?, lo llevaba a la oración y le pedía a mi Señor que me revelara porque no podía relacionarme con ella.

Ya conciente o por lo menos un poco, de quien era su creador, del amor derramado en ese lugar, comencé buscar relacionarme con ella.

Para lograr esto he adoptado la costumbre de en donde esté, de detenerme y mirar y pensar en quien ha creado cada árbol, cada flor, es la forma por la que he empezado, poco a poco, a hacerla parte de mi.

He pasado por varias comunidades y siempre he hecho lo mismo, a la noche auque sea un ratito, salía a mirar el cielo, hoy día agradeciendo, recordando, rezando, alabando, y cada ves que lo miro lo encuentro más bello.

            El tiempo de contemplar los hermosos cielos, el misterio que ha significado para mi, los cuestionamiento que me han surgido y todas las experiencias que he tenido con el, hacen que mi corazón esté totalmente agradecido  con quien ha tenido la capacidad de crear algo tan hermoso,  hoy al mirarlo me doy cuenta que ahí hay amor para mi, al contemplarlo yo experimento amor.

Puedo decir que con la otra parte de la naturaleza, poco a poco, voy descubriéndola, relacionándome, pero sigue siendo, para mi,  una tarea pendiente.

Verónica Marchisio

 

 

Mi relación con la naturaleza.



Para mí, la palabra naturaleza me genera el mayor de los respetos. Quizá esto lo fui aprendiendo con los años, ya que en cada etapa de mi vida las montañas, los bosques y los mares me revelaron siempre un mensaje distinto.

A lo largo de mi infancia, naturaleza era sinónimo de diversión. Al ser un chico de ciudad, esperaba ansiosamente los fines de semana en que íbamos al campo de mi tío para correr sin fronteras, trepar a los árboles, construir chozas en el monte y contemplar el cielo perdido en el horizonte. La naturaleza era como una amiga divertida con quien el tiempo se pasaba más rápido. Cualquier excusa era válida para estar con ella. Nunca faltaba la oportunidad para ir con mis vecinos a la pequeña plaza del barrio y sentir el aire de las hamacas, la altura del ombú o el mundo mágico del arenero.

Ya un poco más grande, la naturaleza me mostró un rostro que nunca había percibido. Me cautivó por su majestuosidad. Tuve la oportunidad de viajar en unas vacaciones familiares a Mendoza y conocer la montaña. Me sentí realmente pequeño ante tanta fuerza y ante tanta grandeza. Un respetuoso silencio me surgía al contemplar los abismos infinitos y las laderas mudas cubiertas de nieve. Sentí algo parecido ante la imponencia del mar. Parado frente a lo insondable e inacabado sentía que una presencia me revelaba que soy alguien pequeño, pero de alguna manera muy afortunado.

Fue durante mi adolescencia cuando olvidé  mucho de lo que había compartido con la naturaleza y todo lo que ella me había enseñado. Distraído en otras cosas y ocupado en asuntos que nada tenían que ver con ella, llegué muchas veces a maltratarla. Recuerdo que de niño tenía un libro que me gustaba hojear a cada rato: “50 cosas que los niños pueden hacer para salvar el mundo”. Ahora ya era adolescente y eso no contaba más. No tenía mucho sentido. El libro había quedado escondido en algún rincón de la biblioteca, como también mi atención a lo que lo natural pudiera decirme.

Sin embargo, no todo quedó olvidado. Algún que otro paseo por el campo o las sierras me devolvía los recuerdos de tranquilidad y paz que solía sentir al aire libre. Tener la oportunidad de respirar aires nuevos, limpios me cargaban de una fuerza difícil de describir. Entonces, algo comenzó a llamarme la atención: la constante renovación de la naturaleza. Un tiempo cíclico que en cada momento era el mismo, pero distinto. Una estación seguida a la otra llamando a esperar, a contemplar. Empecé a fijarme en cómo los árboles perdían sus hojas para luego recuperarlas; en cómo las plantas se preparan para la llegada de la flor y darse en alimento y espectáculo a otros, para luego volver a empezar. Fue allí cuando descubrí la paciente espera de la naturaleza. Un mensaje de eternidad cambiante, de aceptación silenciosa.

Más arriba decía que la naturaleza me genera el mayor de los respetos, y esto no sólo por la sabiduría que esconde y me transmite, sino también por la fuerza incontrolable con que muchas veces se manifiesta. ¡Qué contraste entre la fina tela de una araña y la destrucción arrasadora de un huracán! ¡Qué diferencia entre la tranquilidad de una pradera y el rugir brusco de una tormenta marina! Y esas son las dos caras que me sorprenden del mundo natural. Esa fuerza escondida que muchas veces da vida y por otro lado también genera muerte. Pero si hay algo que sorprende de la naturaleza, es la capacidad que tiene la vida de abrirse camino. Aún en los panoramas más desoladores.

Ya de adulto es cuando puedo recolectar todos los mensajes que la naturaleza me brinda. Diversión, majestuosidad, grandeza, pureza, espera, delicadeza y agresividad. Siento que estas son las enseñanzas que me da porque me animé a dialogar con ella Y en cada rincón me habla de una presencia llena de significado y trascendencia. Siento que hay Alguien detrás de ella que quiere enseñarme a vivir con todos los matices que la vida presenta.

Devolvamos a la naturaleza ese mensaje de sabiduría que nos regala, intentado ser hombres que dialogan e intercambian con ella, como alguien a quien debemos muchísimo. Ser coherentes en el cuidado de nuestro planeta es reconocer y agradecer a aquél que nos regala la vida.

 

Matías Yunes sj

martes, 24 de marzo de 2009

Mi relación con la naturaleza.


En mi experiencia de la naturaleza es parte fundamental el lugar en el que nací: Necochea. Mi casa paterna queda muy cerca del mar y también de un parque de pinos llamado Miguel Lillio. 

De chica y hasta que viví allí, no concebíamos un verano sin estar en la playa; días lindos, calmos y soleados, ventosos, de tormenta, no importaba. Al ser de ahí, para cada ocasión, conocíamos el mejor lugar para disfrutar de todo lo que teníamos gratis y tan cerca.

El mar para mí fue un compañero, cada vez que necesitaba estar sola, lo iba a visitar. Lo aprendí a querer y sobre todo a respetar. Se leer sus peligros y también sus bondades. El mejor día para bañarse para mí es el de viento norte, él –el mar- en ese día se muestra tal cual es, sin doblez, y te permite conocerlo desde la superficie hasta la arena, desde la orilla, hasta lo más profundo; y te deja confiar. 

Siempre me admiró su eterno movimiento, porque no hay día en que este igual a otro; y deja abierta de manera única la visión del horizonte, inmenso y atrapante, me quedaba horas mirando.

Muchas veces en el transcurrir de una tarde, del sur, se acercaba para instalarse una gran tormenta. Pocas cosas me fascinan más que mirar ese acercamiento.

Pero más que del mar, hoy me gustaría hablar del viento, aunque son cosas que en Necochea van juntas ¡cuánta gente se queja de él! sin saber que es el mejor meteorólogo que conozco. Más de una vez, por no decir todas, organizábamos nuestro día en torno al viento.

Dependía de cómo amanecía y cómo había sido el día anterior, que íbamos a la playa a la mañana ni bien nos despertábamos, o esperábamos a después de almorzar. Porque sabíamos que las mejores condiciones para disfrutar del día playero, podían cambiar gracias al viento.

Era capaz de convertir el día más lindo, en insoportable; cuando por ejemplo, viraba y soplaba del oeste haciendo que la arena empezara a picarte por todo el cuerpo. O si cambiaba al sur, eras hombre muerto sino te habías llevado un buen abrigo. 

Me pasó varios años, y a veces hasta el día de hoy, que por costumbre llevo un saco a todas partes “por si refresca”, como nos decía a mis hermanas y a mí mi mamá. Lo cierto es que donde viví después, nunca me hizo falta un abrigo por si refrescaba, así que sólo lo llevaba de paseo.

Del viento fresco esperábamos el alivio los días previos a una tormenta, porque estaban cargados de humedad y te hacían sentir pesado y pegajoso (estos sí eran los únicos días que te atrevías a salir sin saco).

Otra cosa que depende del viento es el sonido del mar. Si lo escuchábamos a dos cuadras, porque íbamos caminando a la playa cruzando el parque, sabíamos que estaba peligroso. Teníamos que tener mucho cuidado al meternos, y acordarnos de todas las precauciones enseñadas por papá: ver si había un bañero cerca, mirar que no haya canal, meternos donde veíamos gente (porque si no había nadie, o eran muy pocas personas metidas, debíamos sospechar), y el agua hasta la rodilla o la cintura dependiendo de lo que tiraba.

Ir era una cosa: era ilusión, encuentro, diversión, expectativa, cantábamos “vamos a la playa oh, oh, oh, oh, oh, a lucir la maya, oh, oh, oh, oh, oh” animadas por mi abuela, y nos aguantábamos la canasta, el mate, el bolso, la toalla, el bidón de ¡diez litros de agua! –ahora pienso qué exageración-, los juguetes de la playa, el gorro, la sombrilla, TODO; porque llegábamos y nos esperaba el tan deseado baño en el mar; para refrescarnos, para jugar, para disfrutarlo.

Los días de viento sur eran los ideales para ir al parque, porque los árboles tienen la bondad de parar el viento frío y dejarte disfrutar del cálido sol. Para mi, fue gran escenario de aventuras, de construcciones y juegos nocturnos; su conocimiento, amor y respeto se lo debo al grupo scout del que formé parte mucho tiempo. Lo que más recuerdo es su aroma, inconfundible y cambiante según la humedad y también el viento.

Tal es así que cuando vivía en Venado Tuerto, salía a caminar con frecuencia por un camino que me gustaba por su tranquilidad. En esa zona hay casas con mucho jardín y una de ellas en el frente (justo por donde pasaba el camino) tenía pinos iguales a los del parque, olerlos me transportaba a aquellos días de campamentos, amigos, fogones y aventuras.

 Ahora que hablo de olores me acuerdo que en casa de mi abuela era de rigor llegar, oler y adivinar qué flores había puesto ese día en el florero de la mesa gigante que tenía en el comedor (obviamente que teníamos las posibilidades acotadas porque ya conocíamos qué plantas tenía en su jardín).En los días después de la lluvia, pero no cualquier lluvia, en temporada lluviosa que sería por marzo y septiembre; y si había sido un día de calor, íbamos a cosechar hongos. Estos crecían al pie de los pinos del parque y como la yesca los escondía era fácil encontrarlos por su olor. Sólo cortábamos unos color marrón en la parte de arriba y amarillos en la parte de abajo, porque eran los que se podían comer. Nos encantaban fritos en manteca sobre una rodaja de pan.

 Muchas cosas de mi vida cotidiana dependieron de la naturaleza, así la aprendí a amar, a respetar y a cuidar. Hoy que vivo en Moreno, estos recuerdos los llevo conmigo, pero son más que recuerdos, sin ellos no sería la que soy y me permiten al ver “un poco de verde” agradecer la vida en cada pequeña cosa. 

María Clara Rosso


Los días del agua.


Cuando tenía cuatro años vivía con mis padres y mi hermano en una casa a pocas cuadras del mar en Necochea. Quizás la presencia del mar haya marcado mi relación con la naturaleza para el resto de mi vida, porque fue el agua el elemento que más me identifica con “lo natural” en cuanto a mi historia personal. Fueron dos años de dormir con el ruido del mar de fondo, de eternas caminatas por el parque Miguel Lillo que terminaban en el mar, de sentir el viento constante que no dejaba de soplar aunque cambiaran las estaciones. Ese paisaje creó en mí un deseo de volver al mar, de estar en el agua porque me recordaba esos días en la playa.
Años después, de vuelta en la ciudad, con mi hermano insistimos a mis padres para que nos enviaran a natación y fue así como desde niños retomamos esa relación con el agua que no nos abandonó jamás. Nos convertimos en nadadores profesionales, pasamos más horas dentro del agua que en nuestra propia casa. Gracias a los torneos comenzamos a recorrer otros paisajes donde el agua era protagonista. Íbamos a nadar al río Luján, al río Campana, a Zárate, a Ramallo, volvimos al mar.
Siempre tuve miedo a los animales, a los perros, a los gatos, a las aves, nunca pude relacionarme con mascotas, por terror, por fobia, o simplemente porque no me gustaban los animales en las casas. El contacto con el agua, el placer de nadar en el río, en el mar, de sentarme y contemplar un atardecer en la costanera fue y es mi relación más estrecha con la naturaleza.
Cuando terminaba el colegio secundario trabajaba en un programa de desarrollo patagónico y una de mis tareas era organizar viajes a Patagonia sur. Gracias a ese trabajo conocí lugares que hasta el día de hoy sostengo que fueron de los más hermosos que visité en mi vida. Una excursión por la ría de Puerto Deseado en lancha hasta la isla de los cormoranes me ayudó a superar el miedo a las aves, el sonido penetrante, casi aturdidor, de los centenares de pájaros apostados en la isla me maravilló de tal manera que pude disfrutar esa experiencia sin temer. Contemplé esos pájaros que se posaban sobre las rocas, que formaban como un manto que cubría las formaciones rocosas y me sentía feliz de no sentir miedo. En el mismo viaje caminé por el glaciar Perito Moreno, lo recorrí rodeándolo en una embarcación, transité por las pasarelas del Parque Nacional Los Glaciares, observé, escuché y sentí en el cuerpo el estruendo que provocan los grandes bloques de hielo cuando se desprenden y caen al agua. Estar frente y sobre esa cantidad inmensa de agua helada me provocó pensar, además de la belleza infinita de ese paisaje, en cómo desde mi lugar podía ayudar a conservar esa reserva natural, para que en el futuro mis hijos pudieran experimentar ese paisaje y así comprometerse con el cuidado del ambiente. Ya en ese momento, diez años atrás, se hablaba de que el cambio climático provocado por la deforestación estaba aponiendo en peligro a los glaciares.
Nunca volví a Calafate pero no es necesario regresar para saber que el deterioro del ambiente ya afectó a esa reserva natural. Por otra parte, algunas de las lagunas donde corríamos maratones acuáticas se secaron, ahora sólo son grandes espacios de tierra seca, agrietada, desiertos.
A pesar de que los glaciares, ríos y lagunas donde viví momentos felices ya están en peligro por la contaminación, el calentamiento global, la deforestación, siempre se puede seguir en acción, por más que nuestro lugar sea muy pequeño creo que es válido comprometerse desde este espacio de estudio así como desde mínimos actos cotidianos como cuidar el agua en el hogar, para preservar lo y defender lo que queda esos lugares donde vivimos encantadoras experiencias en relación con la naturaleza.

María Marta Sosa

La naturaleza tal cual la vivimos.

Para comenzar a acercarnos al estudio de la Filosofía de la Naturaleza el Padre Jorge Seibold nos propuso redactar textos que den cuenta de la naturaleza tal cual la vivimos. Éstas reflexiones son personales, comparten experiencias de la vida de cada uno de nosotros. Es una buena oportunidad para iniciar este espacio de intercambio, diálogo y a la vez conocernos como grupo.