domingo, 5 de abril de 2009


“…y sopló en su nariz un aliento de vida” (Gn. 2,7)

 

Gustaría más si lograra expresar, al menos en alguna medida, la relación que la Naturaleza por pura gratuidad materna estableció conmigo antes de que yo tuviera conocimiento estético de alguna realidad. Y esto no quiere decir que no haya hecho poco por relacionarme enérgicamente con ella, pero se hace tan grande la desproporción que no logro conectar, pensar, sino desde la pasividad de la admiración.

Percibo esta relación como un movimiento que recayó sobre mí. Es la sensación de tener guardado en algún rincón de mi nariz la memoria del soplo genital que me engendró.

Comprendo que ser criatura me hace cercano a las plantas, a los animales, a los seres que crecen y a los entes que pareciera yacen inertes desde que existieron, como las rocas que forman montañas o los astros que adornan la intemperie. Cercano a los verdes indescifrables o a los rojos descarnados. También al barroco concierto de los crepitares otoñales y a los más agudos acordes del ave solitaria.

Es más, muchas veces puedo llegar a confundir las hebras de las hojas con las líneas de mis manos; o el jugo de las frutas con el color de los ojos. 

En efecto, la metáfora es la única que alcanza para descifrar que en mí también están los ríos de la infancia,

las montañas y el valle,

la notable cadencia de colores de cualquier otoño del far west argentino,

la catarata de pensamientos que bulle cada vez que despierto después de la noche,

la luna que me alumbró cuando fue 9 veces llena y también cuando caminé por calles apagadas.

El sol combinó tantas veces sus reflejos que nunca fue igual en el tiempo ni en los espacios, por eso no me canso de la fotografía que borra tales coordenadas creándolas nuevo.

La tormenta y la lluvia fresca forjaron mi carácter y los truenos que suceden a los relámpagos me anticipan el desastre que regará la tierra.

Unas veces soy contado por las aguas y otras por los vientos con polvo. Pero la sensación de ser narrado por las estaciones de los años, no se compara con nada. Por eso muchas veces he percibido que el gusto del pasto primaveral sabe a verduras y el del invierno a guadal. He notado que las lombrices crearon el conducto, que las hojas y la tierra dieron forma a los vientos. Soy consciente que la comunicación del ecosistema es la más envidiable de las creaciones poéticas a la que nadie tuvo acceso sino por el silencio de las horas. Vi que romper esa transmisión perfecta equivale a un día de verano sin sombrero o a la sucesión rutinaria de unos cuantos whiskys antes del trabajo. Comprendo que la altura de los árboles contrasta con mi metro sesenta y seis, y que el plan de las hormigas me educa la responsabilidad ante las cosas. También, asistí con asombro a la ironía de un gusano y disfruté con espasmo la realeza del león.

Una vez quedé resentido por el aguijón de una abeja y disentí con Autor, pero la baba de un aloe aquietó mi desconcierto y adormeció las molestias. Así fue que intuí mi pequeñez: dándome cuenta que en esta bizarra armonía era uno de tantos.

En varios momentos vi la muerte y el desastre, y decreté el luto a mis sentidos, para la que tristeza de algún cielo no me perforara el alma o siguiera agrietando mi barro.

Y aunque aún tengo escondida, vaya a saber uno en qué rincón de mi nariz, la certeza de hacerme un todo con la tierra y con el cielo, recibo con amable gratitud la luz del nuevo día.

Emmanuel Sicre

 

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario