sábado, 28 de marzo de 2009


Mi relación con la naturaleza, ha sido como leímos en el artículo que nos entrego el P. Seibold, una relación con algo extraño a mí, algo de lo que esta afuera y yo voy pasando por diferentes niveles de relación con la cosa. No voy a negar que el elemento en cuestión (la naturaleza), me ha llamado la atención, es más, me ha fascinado desde que era un pequeño. No siempre de la misma forma.

            Cuando era niño, mi relación con la naturaleza era a través de mi padre. Él era quien me llevaba a la montaña, a subir cerros, a pescar en lagunas, a cazar. Pero claro, al ir con mi padre, el cual es un hombre sumamente responsable, le ponía a toda mi relación con la naturaleza esa tónica de peligro. Todo era peligroso para él. No podía hacer nada sin estar al lado de él. Acercarme a un animal, trepar a los árboles, querer correr por la ladera de una montaña. Todo estaba prohibido, si no era con él. Eso fue generando en mí, una imagen de una naturaleza fascinante, pero al mismo tiempo llena de peligros. Cómo un mar de monstruos misteriosos, pero que de alguna manera, me invitaba a navegar.

            Al crecer, e ir entrando en mi adolescencia, comencé a ir a clubes de andinismo, que hacían salidas a la montaña y a la naturaleza. Ya no de la mano de mi padre, sino con un grupo de gente que amaba a la montaña, comencé a descubrir una naturaleza para disfrutar. Para mí comenzó a mostrarse un mundo lleno de aventura. Conocer sobre los cerros, la manera de escalarlos, de sobrevivir en ellos. La fotografía y la vivencia con otras personas en lugares increíbles. Creo que comencé a descubrir el cielo, cuando comencé a escalar. Ese azul que se puede ver después de los 3.000 metros de altura, es el azul de un cielo que no esta desteñido por las ciudades.

            Pero claro, yo no podía entender porque mi padre era tan receloso con la naturaleza, no lo entendía. Hasta ese fatídico día de 1997. Yo hacia años que estaba en esto del andinismo, cada vez me gustaba más. Y se había programado la escalada a un cerro llamado Santa Helena, un cerro de 5.200 metros. Para quien ha podido visitar la montaña, sabe que un cerro de 5 mil metros, ya es un gran desafío y también un peligro considerable. (Tengamos en cuenta que el Aconcagua tiene 6900 metros). Yo luche con mis padres para poder ir a esa escalada. Para poder conseguir el permiso que finalmente conseguí.

            Sin querer extenderme demasiado, comentó brevemente lo sucedido. La cumbre la hicimos en tres días (era lo programado), pero al bajar, una tormenta de nieve nos agarró desprevenidos. Nos cubrió un mundo blanco que todo lo iba congelando. Un espectáculo realmente estremecedor. Las mochilas, las botas, todo se iba volviendo blanco, frío, mientras nos llenábamos de miedo. Estuvimos perdidos un día y medio en la montaña. Logramos bajar por nuestros propios medios, sin embargo ya éramos noticia. La patrulla de rescate había salido a buscarnos y la televisión anunciaba que la tormenta de nieve, tenía extraviado a ciertos andinistas en esta montaña. Para qué contar el estado de mi padre. No es el caso del trabajo, pero de todas maneras serían necesarias varias hojas, para volcar el enojo y los infinitos sermones que recibí.

Finalmente todo pasó. Yo tuve mi propia experiencia de peligro con la naturaleza y comprendí muchas maneras que tenía mi padre.

            Mi relación con naturaleza es actualmente de respeto. He vuelto a escalar cerros y ha vibrar en sus cumbres. Siendo ya jesuita con compañeros míos,  y he aprendido a contemplar cosas que antes no hacía. Tal vez uno va creciendo y va tomando más conciencia de la vida, de uno y la que lo rodea. Ya la naturaleza pasó a ser un lugar casi sagrado. Como una gran catedral donde todo me habla de Él.

A veces cuando estoy leyendo en mi habitación, y unos pequeños rayos de sol entran por mi ventana, es como si ella, la naturaleza, me viniera a buscar, para que no la olvide, para que no me pierda. Para que finalmente no me olvide de la presencia de Dios.

 Julio Villaviceincio.


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