martes, 24 de marzo de 2009

Los días del agua.


Cuando tenía cuatro años vivía con mis padres y mi hermano en una casa a pocas cuadras del mar en Necochea. Quizás la presencia del mar haya marcado mi relación con la naturaleza para el resto de mi vida, porque fue el agua el elemento que más me identifica con “lo natural” en cuanto a mi historia personal. Fueron dos años de dormir con el ruido del mar de fondo, de eternas caminatas por el parque Miguel Lillo que terminaban en el mar, de sentir el viento constante que no dejaba de soplar aunque cambiaran las estaciones. Ese paisaje creó en mí un deseo de volver al mar, de estar en el agua porque me recordaba esos días en la playa.
Años después, de vuelta en la ciudad, con mi hermano insistimos a mis padres para que nos enviaran a natación y fue así como desde niños retomamos esa relación con el agua que no nos abandonó jamás. Nos convertimos en nadadores profesionales, pasamos más horas dentro del agua que en nuestra propia casa. Gracias a los torneos comenzamos a recorrer otros paisajes donde el agua era protagonista. Íbamos a nadar al río Luján, al río Campana, a Zárate, a Ramallo, volvimos al mar.
Siempre tuve miedo a los animales, a los perros, a los gatos, a las aves, nunca pude relacionarme con mascotas, por terror, por fobia, o simplemente porque no me gustaban los animales en las casas. El contacto con el agua, el placer de nadar en el río, en el mar, de sentarme y contemplar un atardecer en la costanera fue y es mi relación más estrecha con la naturaleza.
Cuando terminaba el colegio secundario trabajaba en un programa de desarrollo patagónico y una de mis tareas era organizar viajes a Patagonia sur. Gracias a ese trabajo conocí lugares que hasta el día de hoy sostengo que fueron de los más hermosos que visité en mi vida. Una excursión por la ría de Puerto Deseado en lancha hasta la isla de los cormoranes me ayudó a superar el miedo a las aves, el sonido penetrante, casi aturdidor, de los centenares de pájaros apostados en la isla me maravilló de tal manera que pude disfrutar esa experiencia sin temer. Contemplé esos pájaros que se posaban sobre las rocas, que formaban como un manto que cubría las formaciones rocosas y me sentía feliz de no sentir miedo. En el mismo viaje caminé por el glaciar Perito Moreno, lo recorrí rodeándolo en una embarcación, transité por las pasarelas del Parque Nacional Los Glaciares, observé, escuché y sentí en el cuerpo el estruendo que provocan los grandes bloques de hielo cuando se desprenden y caen al agua. Estar frente y sobre esa cantidad inmensa de agua helada me provocó pensar, además de la belleza infinita de ese paisaje, en cómo desde mi lugar podía ayudar a conservar esa reserva natural, para que en el futuro mis hijos pudieran experimentar ese paisaje y así comprometerse con el cuidado del ambiente. Ya en ese momento, diez años atrás, se hablaba de que el cambio climático provocado por la deforestación estaba aponiendo en peligro a los glaciares.
Nunca volví a Calafate pero no es necesario regresar para saber que el deterioro del ambiente ya afectó a esa reserva natural. Por otra parte, algunas de las lagunas donde corríamos maratones acuáticas se secaron, ahora sólo son grandes espacios de tierra seca, agrietada, desiertos.
A pesar de que los glaciares, ríos y lagunas donde viví momentos felices ya están en peligro por la contaminación, el calentamiento global, la deforestación, siempre se puede seguir en acción, por más que nuestro lugar sea muy pequeño creo que es válido comprometerse desde este espacio de estudio así como desde mínimos actos cotidianos como cuidar el agua en el hogar, para preservar lo y defender lo que queda esos lugares donde vivimos encantadoras experiencias en relación con la naturaleza.

María Marta Sosa

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