martes, 24 de marzo de 2009

Mi relación con la naturaleza.


En mi experiencia de la naturaleza es parte fundamental el lugar en el que nací: Necochea. Mi casa paterna queda muy cerca del mar y también de un parque de pinos llamado Miguel Lillio. 

De chica y hasta que viví allí, no concebíamos un verano sin estar en la playa; días lindos, calmos y soleados, ventosos, de tormenta, no importaba. Al ser de ahí, para cada ocasión, conocíamos el mejor lugar para disfrutar de todo lo que teníamos gratis y tan cerca.

El mar para mí fue un compañero, cada vez que necesitaba estar sola, lo iba a visitar. Lo aprendí a querer y sobre todo a respetar. Se leer sus peligros y también sus bondades. El mejor día para bañarse para mí es el de viento norte, él –el mar- en ese día se muestra tal cual es, sin doblez, y te permite conocerlo desde la superficie hasta la arena, desde la orilla, hasta lo más profundo; y te deja confiar. 

Siempre me admiró su eterno movimiento, porque no hay día en que este igual a otro; y deja abierta de manera única la visión del horizonte, inmenso y atrapante, me quedaba horas mirando.

Muchas veces en el transcurrir de una tarde, del sur, se acercaba para instalarse una gran tormenta. Pocas cosas me fascinan más que mirar ese acercamiento.

Pero más que del mar, hoy me gustaría hablar del viento, aunque son cosas que en Necochea van juntas ¡cuánta gente se queja de él! sin saber que es el mejor meteorólogo que conozco. Más de una vez, por no decir todas, organizábamos nuestro día en torno al viento.

Dependía de cómo amanecía y cómo había sido el día anterior, que íbamos a la playa a la mañana ni bien nos despertábamos, o esperábamos a después de almorzar. Porque sabíamos que las mejores condiciones para disfrutar del día playero, podían cambiar gracias al viento.

Era capaz de convertir el día más lindo, en insoportable; cuando por ejemplo, viraba y soplaba del oeste haciendo que la arena empezara a picarte por todo el cuerpo. O si cambiaba al sur, eras hombre muerto sino te habías llevado un buen abrigo. 

Me pasó varios años, y a veces hasta el día de hoy, que por costumbre llevo un saco a todas partes “por si refresca”, como nos decía a mis hermanas y a mí mi mamá. Lo cierto es que donde viví después, nunca me hizo falta un abrigo por si refrescaba, así que sólo lo llevaba de paseo.

Del viento fresco esperábamos el alivio los días previos a una tormenta, porque estaban cargados de humedad y te hacían sentir pesado y pegajoso (estos sí eran los únicos días que te atrevías a salir sin saco).

Otra cosa que depende del viento es el sonido del mar. Si lo escuchábamos a dos cuadras, porque íbamos caminando a la playa cruzando el parque, sabíamos que estaba peligroso. Teníamos que tener mucho cuidado al meternos, y acordarnos de todas las precauciones enseñadas por papá: ver si había un bañero cerca, mirar que no haya canal, meternos donde veíamos gente (porque si no había nadie, o eran muy pocas personas metidas, debíamos sospechar), y el agua hasta la rodilla o la cintura dependiendo de lo que tiraba.

Ir era una cosa: era ilusión, encuentro, diversión, expectativa, cantábamos “vamos a la playa oh, oh, oh, oh, oh, a lucir la maya, oh, oh, oh, oh, oh” animadas por mi abuela, y nos aguantábamos la canasta, el mate, el bolso, la toalla, el bidón de ¡diez litros de agua! –ahora pienso qué exageración-, los juguetes de la playa, el gorro, la sombrilla, TODO; porque llegábamos y nos esperaba el tan deseado baño en el mar; para refrescarnos, para jugar, para disfrutarlo.

Los días de viento sur eran los ideales para ir al parque, porque los árboles tienen la bondad de parar el viento frío y dejarte disfrutar del cálido sol. Para mi, fue gran escenario de aventuras, de construcciones y juegos nocturnos; su conocimiento, amor y respeto se lo debo al grupo scout del que formé parte mucho tiempo. Lo que más recuerdo es su aroma, inconfundible y cambiante según la humedad y también el viento.

Tal es así que cuando vivía en Venado Tuerto, salía a caminar con frecuencia por un camino que me gustaba por su tranquilidad. En esa zona hay casas con mucho jardín y una de ellas en el frente (justo por donde pasaba el camino) tenía pinos iguales a los del parque, olerlos me transportaba a aquellos días de campamentos, amigos, fogones y aventuras.

 Ahora que hablo de olores me acuerdo que en casa de mi abuela era de rigor llegar, oler y adivinar qué flores había puesto ese día en el florero de la mesa gigante que tenía en el comedor (obviamente que teníamos las posibilidades acotadas porque ya conocíamos qué plantas tenía en su jardín).En los días después de la lluvia, pero no cualquier lluvia, en temporada lluviosa que sería por marzo y septiembre; y si había sido un día de calor, íbamos a cosechar hongos. Estos crecían al pie de los pinos del parque y como la yesca los escondía era fácil encontrarlos por su olor. Sólo cortábamos unos color marrón en la parte de arriba y amarillos en la parte de abajo, porque eran los que se podían comer. Nos encantaban fritos en manteca sobre una rodaja de pan.

 Muchas cosas de mi vida cotidiana dependieron de la naturaleza, así la aprendí a amar, a respetar y a cuidar. Hoy que vivo en Moreno, estos recuerdos los llevo conmigo, pero son más que recuerdos, sin ellos no sería la que soy y me permiten al ver “un poco de verde” agradecer la vida en cada pequeña cosa. 

María Clara Rosso


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